martes, 18 de marzo de 2008

Falta lo mejor



Palabras y temas clave: relación docente-alumno, respeto y familiaridad entre docente y alumno, confianza, sistema preventivo de la mala conducta, reglamento de convivencia, disciplina, educación en valores, amor y pedagogía

Mis queridos hijos:
En una de las noches pasadas, me había retirado a mi habitación y, no sé si víctima del sueño o fuera de mí por alguna distracción, me pareció que se presentaban delante de mí dos antiguos alumnos.
Uno de ellos se me acercó y me dijo:
-¡Oh, don Bosco! ¿Me conoce?
Sí que te conozco-le respondí.
¿Y se acuerda aún de mí-añadió.
-De ti y de los demás. Tú eres Valfré.
-Oiga-continuó aquel hombre, ¿quiere ver a los jóvenes que eran alumnos suyos en mis tiempos?
-Sí, házmelos ver-le contesté-; eso me proporcionará una gran alegría.
Entonces Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante y con la misma edad y estatura de aquel tiempo. Era una escena llena de vida, de movimiento y de alegría. Se cantaba y se reía por todas partes. Se notaba que entre los jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba encantado al contemplar aquel espectáculo, y Valfré me dijo:
-Vea, la familiaridad engendra afecto, y el afecto, confianza. Esto es lo que abre los corazones, y los jóvenes lo manifiestan todo sin temor a los maestros. Son sinceros y se prestan con facilidad a todo lo que les quiera mandar aquel que saben que los ama.
En tanto, se acercó a mí otro antiguo alumno que tenía la barba completamente blanca y me dijo:
Don Bosco, ¿quiere ver ahora a los jóvenes que están actualmente en su “colegio”?
Sí-respondí-, pues hace un mes que estoy de viaje y no los veo.
Y los vi. Vi a todos vosotros que estabais en el recreo. Pero no oía ya gritos de alegría y canciones, no contemplaba aquel movimiento, aquella vida que vi en la primera escena.
En los ademanes y en el rostro de algunos jóvenes se notaba una tristeza, una desgana, un disgusto y una desconfianza tales que causaron gran pena en mi corazón. Vi, es cierto, a muchos que corrían, que jugaban, que se movían con dichosa despreocupación; pero otros, y eran bastantes, estaban solos, apoyados en las columnas, presas de pensamientos desalentadores; otros paseaban lentamente, formando grupos y hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y malintencionadas; había quienes sonreían, pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían sospechar y hasta sonrojar a quien se encontrase en su compañía; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados que daban a entender a las claras que no encontraban gusto alguno allí.
-¿Ha visto a sus jóvenes?-me dijo aquel antiguo alumno.
-Sí que los veo-le contesté suspirando.
¡Qué diferentes son de lo que éramos nosotros!-exclamó.
¡Mucho! ¡Qué desgana en ese recreo!
Y de aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse al estudio, la falta de compañerismo, el estar de mala gana en un lugar donde se los atiende en todo lo que necesitan; de aquí la ingratitud para con los maestros; de aquí los secretitos y murmuraciones, con todas las demás deplorables consecuencias.
-Comprendo-respondí yo-. Pero ¿cómo animar a estos jóvenes para que se recobre la antigua vivacidad, alegría y expansión?
-Con amor.
-¿Con amor? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cuánto los amo. Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado, en el transcurso de cuarenta años, y cuanto tolero y sufro en la actualidad... He hecho cuanto he podido y sabido por ellos, que son el afecto de toda mi vida.
-No me refiero a usted.
-¿De quién hablas, pues? ¿De mis maestros, directores y asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo? ¿Cómo consumen los años de su juventud en favor de ellos?
-Lo veo y lo sé; pero esto no basta; falta lo mejor.
-¿Qué falta, pues?
-Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama.
-Pero ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen la luz de la inteligencia? ¿No ven que cuanto se hace en su favor se hace por su amor?
-No, lo repito: eso no basta.
-¿Qué se requiere, pues?
-Que, al ser amados en las cosas que les agradan, participando de sus inclinaciones infantiles, aprendan a ver el amor también en aquellas cosas que les agradan poco, como son la disciplina, el estudio, la mortificación de si mismos y que aprendan a obrar con generosidad y amor.
-Explícate mejor.
-Observe a los jóvenes en el recreo.
Hice lo que me decía y exclamé:
-¿Qué hay de particular?
-¿Tantos años como hace que se dedica a la educación de la juventud y no comprende? Observe mejor. ¿Dónde están nuestros maestros?
Me fijé y vi que eran muy pocos los maestros que estaban mezclados entre los jóvenes, y muchos menos los que tomaban parte en sus juegos. La mayor parte de ellos paseaban, hablando entre sí, sin preocuparse de lo que hacían los alumnos; otros jugaban, pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban a la buena, pero sin advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los infractores, pero con amenazas y raramente. Había algún maestro que deseaba introducirse en algún grupo de jóvenes, pero vi que los muchachos buscaban la manera de alejarse de él.
Entonces mi antiguo alumno me dijo:
En los primeros tiempos de su “colegio”, ¿usted no estaba siempre en medio de los jóvenes? ¿Recuerda aquellos hermosos años? Era una alegría de paraíso, una época que recordamos con emoción, porque el amor lo regulaba todo, y nosotros no teníamos secretos para don Bosco.
-¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría, y los jóvenes iban a porfía por acercarse a mí, por hablarme, y existía una verdadera ansiedad por escuchar mis consejos y ponerlos en práctica. Ahora, en cambio, las continuas audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de salud me lo impiden.
-Bien, bien; pero si usted no puede, ¿por qué sus maestros no se convierten en sus imitadores? ¿Por qué no insiste y les exige que traten a los jóvenes como usted los trataba?
-Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero muchos no están decididos a arrostrar las fatigas de otros tiempos.
-Y así, descuidando lo menos, pierden lo más; y este “más” es el fruto de sus fatigas. Que amen lo que agrada a los jóvenes, y los jóvenes amarán lo que es del gusto de los maestros. De esta manera, el trabajo les será muy llevadero. La causa del cambio presente del “colegio” es que un buen número de jóvenes no tienen confianza con los superiores. Antiguamente los corazones todos estaban abiertos a los maestros, por lo que los jóvenes amaban y obedecían prontamente. Pero ahora los maestros son considerados solo como tales y no como padres, hermanos y amigos; por lo tanto, son más temidos que amados. Por eso, si se quiere hacer un solo corazón y una sola alma, se tiene que romper esa barrera fatal de la desconfianza, que ha de ser suplantada por la confianza más cordial. Es decir: que la obediencia ha de guiar al alumno como la madre a su hijito; entonces reinará en el “colegio” la paz y la antigua alegría.
-¿Cómo hacer, pues, para romper esta barrera?
-Familiaridad con los jóvenes. Sin la familiaridad no se puede demostrar el afecto, y sin esta demostración no puede haber confianza. El que quiere ser amado es menester que demuestre que ama. El que sabe que es amado, ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y maestros. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos. Este amor hace que los maestros puedan soportar las fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las faltas de disciplina, las ligerezas, las negligencias de los jóvenes. Entonces no habrá quien trabaje por vanagloria; ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes, con exclusión de todos sus colegas, mientras, en cambio, no cosecha más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje robar el corazón por una criatura y, para agasajar a ésta, descuide a todos los demás jovencitos; ni quienes, por amor a la propia comodidad, menosprecien el deber de la asistencia; ni quienes, por falso respeto humano, se abstengan de amonestar a quien necesite ser amonestado. Este es el amor efectivo. Cuando languidece este amor, es que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir el amor por la frialdad de un reglamento? Porque el sistema de prevenir, de vigilar y corregir amorosamente los desórdenes, se le quiere reemplazar por aquel otro, más fácil y más cómodo para el que manda, de promulgar la ley y hacerla cumplir mediante los castigos que encienden odios y acarrean disgustos; esto es causa de desprecio para los maestros y de desórdenes gravísimos. Y esto sucede necesariamente si falta la familiaridad. Si, por lo tanto, se desea que en el “colegio” reine la antigua felicidad, hay que poner en vigor el antiguo sistema: El superior (maestro, director, asistente, adulto) sea todo para todos, siempre dispuesto a escuchar toda duda o lamentación de los jóvenes, todo ojos para vigilar paternalmente su conducta, todo corazón para buscar el bien de aquellos a quienes les fue confiado sus cuidados.
Entonces los corazones no permanecerán cerrados y no se ocultarán ciertas cosas que causan desconfianza. Solo en caso se inmoralidad sean los superiores inflexibles.
Entonces yo le pregunté:
-¿Y cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y amor y confianza?
-La observancia exacta del reglamento del “colegio”.
-¿Y nada más?
-El mejor plato en una comida es la buena cara.
-Todo esto que me dijiste se los haré saber a mis maestros, pero ¿qué debo decir a los jóvenes?
El me respondió:
Que reconozcan los trabajos que se imponen los superiores, maestros y asistentes por amor a ellos, pues si no fuese por labrar su bien, no se impondrían tantos sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los demás, pues la perfección no se encuentra en el mundo, sino solamente en el paraíso; que dejen de murmurar (hablar mal de otros), pues la murmuración enfría los corazones; y, sobre todo, que procuren vivir en paz con su conciencia.
-¿Me has dicho, pues, que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con su conciencia?
-Esta es la primera causa del malestar reinante. En efecto, sólo desconfía el que tiene secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean descubiertos, pues sabe que, de ponerse de manifiesto, se derivará de ellos una gran vergüenza y no pocas desgracias. Al mismo tiempo, si el corazón no está en paz con su conciencia, vive angustiado, inquieto, rebelde a toda obediencia, se irrita por nada, se cree que todo marcha mal, y como él no ama, juzga que los superiores no aman.
-Pero, con todo, ¿no ves que se atienden todos los conflictos por mal comportamiento, y se les busca solución?
Es cierto, pero lo que falta en absoluto en muchísimos jóvenes es la estabilidad o firmeza en los propósitos. Siempre incurren en las mismas faltas, en las mismas ocasiones, por las mismas malas costumbres, por las mismas desobediencias, por las mismas negligencias en el cumplimiento de los deberes. Así siguen durante meses y años, y algunos así llegan hasta el final de los estudios.
Concluyo: ¿Sabéis qué es lo que desea de vosotros este pobre anciano que ha consumido toda su vida buscando el bien de sus queridos jóvenes?
Pues solamente que, observadas las debidas proporciones, vuelvan a florecer los días felices del antiguo “colegio”. Las jornadas del afecto y de la confianza entre los jóvenes y los superiores; los días del espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor; los días de los corazones abiertos a la sencillez y al candor; los días de la verdadera alegría para todos. Necesito que me consoléis haciendo renacer en mí la esperanza y prometiéndome que haréis todo lo que deseo para el bien de vuestras almas. Pongámonos, pues, todos de acuerdo.
Juan Bosco
Roma, 10 de mayo de 1884
Referencia: Adaptado de la carta al Oratorio [sobre el espíritu de familia] en San Juan Bosco: "Obras fundamentales". B.A.C. Madrid, 1978. Pp 612-620.

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